18 de abril de 2012

La niña de la rayuela



Cuando salgo del consultorio, tres veces por semana, a las seis o siete de la tarde, tomo siempre el mismo camino. Casi nunca llevo el auto, prefiero caminar, voy desconectándome de a poco, mientras recorro las veredas arboladas, y juego con la vista a buscar espacios de luz, por donde se cuelan los rayos de sol. Mi cabeza es una rayuela dibujada en el piso. Mis pensamientos, una niña que va hasta el tres y vuelve al uno, que va hasta el cinco y vuelve a tierra, salta al ocho y tropieza en el seis, mientras la piedra golpea despacito y monótona en las sienes. Intento parar, dejar a la analista a un lado por un momento y decirme que soy yo la que necesito contar, la que necesito hablar. En el trayecto hasta casa, entro a los chinos y compro un queso untable, pero no me distrae. El suicidio del novio de Clara me ronda, mientras busco cambio porque la china dice no tener vuelto. Paso por la florería y me digo que un ramo de nardos va a perfumar perfecto mi departamento. Perfecto. Entonces pienso en Damián, y su manía de planchar nuevamente las camisas que ya ha planchado antes su mujer. A la mierda con las camisas de Damián, con el remordimiento de Adriana por serle infiel a su esposo, y con el llanto de Verónica, qué podrida me tiene Verónica con su dilema feminista y su rol en la empresa donde trabaja.

Voy oliendo tilo y madreselva, acurrucada contra mi pecho, va cansada, la niña de la rayuela.

El pordiosero me mira desde la plaza, hace un gesto con la cabeza para saludarme. Muy respetuoso, le devuelvo el saludo y cincuenta metros mas tarde, aún me sigue con su aire solitario, compañero, como si velara por mí hasta que introduzco las llaves en la puerta de mi casa. Sí, ¿Por qué no? Me siento cuidada por el pordiosero.

Así iban transcurriendo los días, las semanas, mis pacientes dejaban sus morrales de experiencias, colgados de mis hombros y el café de la merienda no lograba sacármelos de encima.

Me iba con la voz de Carina contándome que no podía parar con el celular, que lo llamaba, que lo llamaba, lo llamaba… ¡Por Dios! ¿Por qué lo llamaba tanto? ¿No se daba cuenta? Llego, me ducho, quedo desnuda y vacía, aflojo los dedos y me duermo en la bañera. Hoy, el hombre de la plaza me siguió con la mirada cincuenta metros más. Aliviada, lo miré y pensé en las camisas de Damián, lo bien que le quedarían a este hombre, aún arrugadas. Pensé en la paz que me dan estos encuentros pasajeros. Es un ser que parece no necesitar de mí. Eso me da mucho gusto. Decididamente, no necesita de mí, está al amparo de la buena de Dios. Sonrío porque imagino cómo se sentiría atendiendo un llamado de Carina, este hombre que le da de comer a las palomas y les habla en un idioma de arrullo. ¿Exasperado? Esa es la palabra, exasperado y harto.

A veces creo que me conoce, que me llama por mi nombre y acudo a él para nada, porque me nombra para nada. Y siento que me compadece. No lo haría, lo sé, pero se me cruza por la cabeza invitarlo a tomar una sopa, a que se dé un baño caliente, y mire un programa de televisión.

Desde que comencé a ejercer mi profesión, juego a que cuando la gente me ve por la calle, en realidad, ve a varias personas en mi persona. Cruzo las aceras, y siento que a veces, camino insegura, perseguida, como las mujeres infieles a las que analizo. Otras, suelo pensar que cuelgan de mi bolso camisas mal planchadas, y celulares que no suenan, dibujan en mi cara un gesto de tristeza.

Creo que este hombre, el pordiosero, me adivina, y cada día, al saludarme con la cabeza, saluda a Damián, a Carina, a Verónica. Nos ve pasara a todos con la incertidumbre a cuestas.
Los días pasaban, la niña de la rayuela, siete ocho, nueve, cielo. Cielo, siete, seis, tres, tierra. Va y viene la piedra, no puedo correrme del juego, no puedo pasarme a una mancha, una escondida. El pordiosero me miraba pasar, hasta que aquella tarde, vi a las palomas dando vueltas buscándolo. Creo que sólo ellas y yo nos dimos cuenta de su ausencia. Me senté en uno de los bancos. El cielo amenazaba con caerse, violeta y ceniza, sobre nuestras cabezas. Era el cielo de los desolados, los que sabemos del desborde, la desesperanza. El día anterior, el pordiosero se acercó, interrumpió mi paso y me entregó una piedra celeste, brillosa y liviana. Me dijo: “-es para la niña”- y agregó: “- tierra, un, dos, tres… cielo, cielo, siempre cielo”.

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