LAS CHIMENEAS
Despertó agitado, soñó con chimeneas tapadas, no una sola,
que ya sería bastante raro, sino con muchas chimeneas, tapadas y tapiadas, los
hogares cerrados con maderas clavadas, cruzadas de lado a lado, vedadas. La
imposibilidad de acercarse al calor, le produjo desasosiego. Con los párpados
apretados, sabiendo en cierta forma que estaba soñando, hacía fuerzas por ver
encenderse los fuegos, poder ir con una antorcha encendiendo cada una de las
chimeneas, pero la luz, el calor, no aparecían, sólo los huecos negros,
hollinados, hasta podía oler los ambientes, encierro, humedad, sopa vieja, ropa
sucia.
Despertó con un gusto amargo en la boca, como a verduras
hervidas y vueltas a hervir, afuera estaba lloviznando, escuchó el golpeteo de
las gotas contra la persiana. Se sentó en la cama y se ubicó, rascándose el
pecho, el vientre. Al refregarse los ojos le vino nuevamente la imagen de la
chimenea tapada, las maderas. “Es temprano todavía, me tengo que afeitar” El
hollín de las chimeneas lo siguió hasta el baño en forma de tristeza. El jabón
y el dentífrico no fueron suficientes como para hacerlas desaparecer. Encaró el
día un poco despeinado, la bufanda enrollada de cualquier manera, las manos en
los bolsillos del abrigo, hablando solo, sacando cuentas, inventando excusas.
Tendría que ser claro. Era hoy, ya no podía esperar.
Carolina tenía que saber que el amor se le había escapado por la ventana, fue
tan frágil, que se desnudó a la intemperie y no resistió. Los plazos que se
impuso, ya le pesaban. Se le mezclaban las fechas y solo lograba intensificar
el malestar. “No te quiero, Carolina” “Me siento árbol, me distraigo en la
copa, en los frutos, ya no te encuentro en la flor, no te quiero, Carolina”.
Ese día irían a ver la iglesia, a ultimar los detalles de la
ceremonia. ¡La iglesia del orto!, tan gótica, tan horripilante! No te quiero
Carolina, no te esfuerces, linda. Tu vestido seguro es primoroso, tus zapatos,
el comentario de todas tus tías. Pero no te quiero.
Seguramente su padre y su madre también querrán ver el altar
donde le juraría amor por siempre a su hija. Había un Cristo sangrante, rostro
bañado en lágrimas, clavado en la cruz. Debajo, una madre María impotente ante
la crueldad, la injusticia, cuando todavía Jesús no era el hijo de Dios, era
sólo un muchacho lleno de luz, apedreado por una multitud ignorante. La madre
de un muchacho cualquiera,¡ y tan fuerte el dolor! Mirá Carolina, no sé si no
te quiero porque hemos cambiado nosotros, o por el altar de la iglesia que
elegiste. Este es un día en el que metería la cabeza adentro de un jarrón, para
ver qué pasa, que las horas pasen, que un zumbido invada mi cabeza y yo, patas
arriba, viendo el fondo oscuro del jarrón, feliz, porque no me casé, no me
casé.
Pero vamos esta tarde a ver la iglesia. Carolina sos de lo
que no hay, insistente, avasalladora. Empujás la puerta vaivén de la iglesia y
viene a mi nariz un olor a estofado, a kerosene, a lustra muebles, todo a la
vez,¡jajaja, es mucho! Tal ves no espere a decírtelo después. Tal ves esta situación
bizarra me aliente.
Caminamos hasta la sacristía, pasamos por los
confesionarios. El olor a pecado se me cuelga del cuello, me abraza, me da un
beso de lengua, y pone en tu cara una mueca libidinosa. Esto es demasiado, y
eso que todavía no llegamos a San Roque, mordido por el perro, y a María
Magdalena, arrastrada, a los pies de Cristo, y los apóstoles, lavándose todos
las manos, todos.
No, no te quiero, Carolina. Mirame, sabelo mientras me
mirás. Q no me haga falta pasar frente a la urna de las colectas para decirte:
preciosa, no te amo, no quiero la noche en que van a encenderse todas estas
luces opacas, desmayadas, y va a sonar ese clavicordio de mierda, con esa
marcha nupcial y fatal.
Dale bonita, decime que vos tampoco querés, porque ya apagué
todas las chimeneas.
El techo de esta bóveda me abruma, el olor a crisantemos
marchitos. Ella camina en trance, va al encuentro del cura, mirándome de reojo
dice mi nombre y agrega un: “chiquitito” “papuchito”, algo así, que termina en
“mío”.
Está tan linda, viene a mi cabeza el sueño de esta mañana,
comienzan a airearse las chimeneas, a limpiarse con el viento helado. Está tan
linda, me va hablando de las sábanas color lavanda que compró la tarde
anterior. El pelo le va oscilando en la espalda, sobre el abrigo magenta.
Detrás de ella van quedando Santa Teresa del niño, San Cayetano, y me guiña un
ojo Carolina, justo cuando pasamos delante de la urna de un cura muerto en la
época de la peste. Miramos el nombre en una placa, era muy ridículo. Nos
empezamos a reir a carcajadas. Nuestras risas resonaron en toda la iglesia,
penetrando en todos los rincones. Se colgó de los candelabros. Las velas se
agitaron, se fundieron, y fueron prendiéndose fuego de a poco las ropas de los
mártires. Vino gente corriendo desde el interior, con recipientes con agua para
apagar las llamas. Otra vez mi sueño de la noche: Las chimeneas comenzaron a
funcionar. Carolina y yo salimos a la vereda, de la mano, tibios aún de risa,
temblando, ya no pude soltarla, ya no.
Carina Brzozowski